Gonzalo Sanz Cerbino
María del Rosario Toro Tesini
Vía Socialista
El programa de Vía Socialista, Argentina 2050, propone salvar a nuestro país del abismo centralizando los medios de producción en el Estado y planificando la producción. El corazón de esta propuesta es un Estado productor y eficiente. Una de las objeciones más comunes a ello es que eficiencia y Estado no van de la mano. El consenso liberal en torno a la ineficiencia de las empresas públicas tiene a mano un buen argumento: buena parte de estas empresas fueron privatizadas en los ’90 porque eran deficitarias. Sin embargo, los liberales no avanzan más allá de este hecho. Lo que hay que preguntarse es por qué eran deficitarias. A lo largo de este artículo presentaremos tres ejemplos que muestran las causas de la ineficiencia de estas empresas. Veremos que el problema no se encuentra en el Estado per se, sino en el carácter de clase de ese Estado. Es decir, en la clase que lo administra. La burguesía planera que maneja el Estado en la Argentina exprimió las empresas públicas, transfiriendo riqueza social para compensar su propia ineficiencia. Lo hizo durante décadas, hasta que, fundidas, fueron vendidas a precio de remate. Veamos.
Los subsidios a la industria petroquímica
Desde fines de la década de 1950, la industria petroquímica se desarrolló en la Argentina al amparo de una fuerte protección estatal. Leyes de promoción industrial, exenciones impositivas, crédito barato e inversiones estatales constituyeron la base de su despegue. Uno de los proyectos insignia de esta política hacia la rama fue el Polo Petroquímico de Bahía Blanca, un complejo estatal-privado que comienza a construirse a fines de los ’60 y empieza a operar en los ’80. El complejo constaba de una planta madre, Petroquímica Bahía Blanca, cuya propiedad correspondía en un 51% al Estado y en un 49% a capitales privados: Ipako (del Grupo Garovaglio y Zorraquín), Compañía Química (de Bunge y Born), Indupa y Electroclor (propiedad de Celulosa Argentina y Duperial), entre otras.
La planta madre, a su vez, abastecía con su producción a cuatro plantas satélites (Polisur, Induclor, Petropol y Manómeros Vinílicos) construidas en el mismo complejo, que pertenecían en un 30% al Estado y en un 70% a los mismos capitales que se habían asociado a él para la construcción de Petroquímica Bahía Blanca. También abastecía a las plantas de Indupa y Electroclor, dentro y fuera del complejo 1.
La materia prima básica de todo el complejo era el gas natural, proveniente de las cuencas Austral y Neuquina, que a través de tres gasoductos era transportado a la planta separadora de General Cerri (sur de la provincia de Buenos Aires), propiedad de Gas del Estado. En dicha planta se elaboraba el etano con que se abastecía a Petroquímica Bahía Blanca, que elaboraba etileno destinado a proveer a las plantas satélites. O sea que el Estado no solo apuntaló la instalación del complejo mediante inversiones y políticas de promoción, sino que a su vez proveía a los capitales privados que operaban en la rama petroquímica de su principal insumo a través de dos empresas públicas: YPF y Gas del Estado. Insumo que estas empresas, como veremos, vendían a un precio subsidiado, inferior al costo.
El primer eslabón en la cadena, YPF, a lo largo de toda la década del ’80, vendió el gas natural a la empresa Gas del Estado a pérdida, a un precio que no permitía cubrir los costos (el costo de producción, los costos del gas que YPF adquiría de contratistas privados y las regalías pagadas a las provincias). A pesar de las compensaciones del Tesoro Nacional, que comenzó a recibir desde 1987, la situación no se revirtió y los números siguieron resultando negativos. La misma situación se replicaba en la relación entre Gas del Estado y los capitales privados que operaban las plantas del Polo Petroquímico de Bahía Blanca. La planta de General Cerri vendía el etano a Petroquímica Bahía Blanca a un precio inferior al que regía para otros clientes (Valor de Retención), que incluso se ubicaba debajo de la tarifa que regía para otros usuarios industriales, también subsidiados. A su vez, ese precio preferencial se fue deteriorando a lo largo de la década del ’80, dado que no se actualizaba al mismo ritmo al que evolucionaban los precios: si al comienzo de la década representaba un 72,6% del valor de retención, en 1989 pasa a representar un 48,1%. Esa diferencia fue cubierta mediante compensaciones del Tesoro Nacional a Gas del Estado, que oscilaron entre los 10 millones de dólares en 1983 y los 27,55 millones en 1988. Y al igual que sucedía con YPF, los precios pagados por Petroquímica Bahía Blanca a Gas del Estado estuvieron sistemáticamente por debajo de sus costos de producción. A su vez, el precio que pagaba Petroquímica Bahía Blanca a Gas del Estado por el etano era 50% inferior al valor de ese producto en el mercado mundial 2.
Con este esquema, solo en un año (1989), YPF perdió u$s 2,47 por cada 1.000 m3 cúbicos entregados a la planta de Gas del Estado en General Cerri. Esta, a su vez, perdió u$s 3,67 por cada 1.000 m3 de etano vendido a Petroquímica Bahía Blanca. El ingreso resignado por ambas empresas estatales en beneficio de estos capitales asciende, solo ese año, a 16 millones de dólares en el caso de YPF y a 807,7 millones de dólares en el caso de Gas del Estado. Y esto es solo lo que se derrochaba en un año, solo en este complejo petroquímico 3.
SOMISA y la industria siderúrgica
El mismo mecanismo de transferencia de riqueza desde empresas estatales a capitales privados que se observa en la rama petroquímica se replicó por esos años en la producción de acero. Aquí, una empresa estatal, la Sociedad Mixta Siderúrgica Argentina (SOMISA), vendía su producción de aceros semi-elaborados (fundamentalmente, palanquilla y chapas laminadas en caliente y en frío) a las siderúrgicas y laminadores que operaban en la Argentina (Techint, Acindar, las automotrices, la construcción, entre otras). Esas ventas se hacían sistemáticamente a un valor inferior al precio de producción (costo más ganancia normal), que apenas si permitía sostener los costos operativos y de ninguna manera alcanzaba para amortizar los bienes de capital. Esta situación se fue agravando con el tiempo: si durante la década del ’60 SOMISA operó con pérdidas del 1%, para los ’70 estas alcanzaron el 9% y en los ’80 llegaron al 20%. A lo largo de las tres décadas en las que estuvo operativa, SOMISA arrojó un promedio de 6% de pérdida. La riqueza cedida por SOMISA al capital privado, al vender su producción a un precio subsidiado, es de 437 millones de dólares promedio por año (al tipo de cambio de paridad 2014), lo que asciende a 12.666 en los casi 30 años en los que operó como empresa estatal. ¿Cómo compensaba SOMISA sus déficits para mantenerse en operación? Mediante el aporte de fondos de la Dirección General de Fabricaciones Militares, que transfirió a SOMISA, entre 1961 y 1989, 13.580 millones de dólares 4.
YPF y los contratos petroleros
La transferencia de riqueza por parte de empresas estatales a la burguesía planera se mantuvo incluso cuando se inició el proceso de privatizaciones. En el caso de YPF, antes de su privatización definitiva en los ’90, comenzó un proceso denominado “privatización periférica”. Este consistió en la adjudicación, mediante licitación pública, de la explotación de áreas de extracción hasta entonces en manos de YPF a unas pocas petroleras privadas (Bridas, Pérez Companc, Astra, Pluspetrol, Techint, SADE y SOCMA, entre otras). El problema es que la explotación de esas áreas no era completamente privada, sino público-privada. Las empresas que comenzaron a operar en esos pozos vendían su producción a YPF mediante un régimen de contratos. De esta forma, los empresarios que ingresaron en este esquema se aseguraron un negocio sumamente rentable: no solo accedían a la explotación de áreas petroleras ya exploradas, con reservas comprobadas e infraestructura adecuada para comenzar a operar, también tenían en YPF un comprador asegurado, que pagaba a los privados precios superiores al costo de explotar esas áreas por sí misma 5.
Este gigantesco negociado comenzó en 1977, cuando se licitaron los primeros pozos. La excusa era que debía elevarse la producción de petróleo. Las empresas que se hicieron con los contratos ofrecieron en la licitación cuotas de producción superiores a las que podían cumplir, para quedarse con el negocio. Como los contratos establecían un precio diferencial para la producción que excedía lo inicialmente comprometido, y multas en caso de incumplimiento de las metas de producción, al poco tiempo comenzó una puja para renegociar los contratos, cosa que consiguieron de la mano de Bignone y Alfonsín. A través de las distintas renegociaciones (objetadas por los organismos fiscalizadores del propio Estado, como la Sindicatura General de Empresas Públicas), las petroleras privadas consiguieron mejorar los precios (que aumentaron un 250% promedio, en dólares, entre 1977 y 1988) y bajar los compromisos productivos. También consiguieron la condonación de multas por un monto de 40 millones de dólares. De esta manera, los contratistas privados vendieron a YPF, entre 1976 y 1987, 35,4 millones de m3 de petróleo. Por ese volumen de producción obtuvieron como ingresos netos (o sea, descontando los costos de operación y las inversiones realizadas) 846 millones de dólares. YPF pagó un total de 1.742 millones de dólares por esa producción, cuando producirlos por su cuenta hubiera costado, aproximadamente, unos 896 millones de dólares. Y a esa gigantesca transferencia de riqueza pública hay que sumar los 2.600 millones de dólares que YPF cedió a los contratistas en concepto de reservas comprobadas e infraestructura. Todo esto sin conseguir el objetivo inicial de la política de privatización periférica, que era aumentar la producción, ya que los contratistas no realizaron las inversiones comprometidas ni incorporaron reservas abriendo nuevos pozos 6.
El círculo se cerraba cuando YPF vendía, también a capitales privados, la producción adquirida por el régimen de contratos. De la misma forma en que el gas se vendía a las petroquímicas privadas a un valor inferior a sus costos, el petróleo se vendía a las comercializadoras (Esso y Shell) a precios hasta tres veces inferiores a los de compra. Esto arrojó déficits en los resultados operativos de la petrolera estatal a lo largo de la década del ’80, que oscilaron entre un mínimo de 93,9 millones de dólares de pérdidas en 1984 y un máximo de 2.140,4 millones de dólares en 1981 7.
Conclusión
Los ejemplos presentados marcan una línea de continuidad en la relación entre la burguesía planera, que gobierna la Argentina, y las empresas estatales que supimos tener. Podríamos sumar otros ejemplos, como la provisión de tubos para la construcción de oleoductos y gasoductos a YPF por parte de SIDERCA, del grupo Techint, que se vendían a un precio muy superior al que esta misma empresa exportaba 8. Al momento de su privatización, las empresas estatales estaban fundidas. Pero no por la mala administración estatal, sino porque quien administraba el Estado, la burguesía planera, las utilizó en su propio beneficio, para embolsar privadamente una riqueza generada por el conjunto de la sociedad. Las empresas públicas vendían su producción a pérdida y compraban pagando sobreprecios, alimentando el negocio de un selecto grupo de empresarios que ha hecho escuela exprimiendo las finanzas estatales. Ellos son el cáncer que hunde la Argentina, la verdadera “casta”. La Argentina puede volver a tener empresas estatales, que sean el puntal de un desarrollo común y no el coto de caza de burgueses parásitos. Para ello es necesario cambiar el carácter de clase del Estado. Ese es el proyecto de Vía Socialista.
Publicado en El Aromo Nueva Época N° 5 – Agosto 2022
- Gorenstein, S.: “El Complejo Petroquímico Bahía Blanca: algunas reflexiones sobre sus implicaciones espaciales”, Desarrollo Económico, Vol. 32, Nº 128, enero-marzo 1993.
- Idem.
- Idem.
- Mussi, E.: “La valorización de un capital de propiedad estatal en la siderurgia argentina: SOMISA (1947-1989), Tesis de Doctorado, FFyL-UBA, 2017.
- Castellani, A.: Estado, empresas y empresarios, Prometeo, Buenos Aires, 2009.
- Idem.
- Idem.
- Ver Kornblihtt, J.: Crítica del marxismo liberal, Ediciones ryr, 2008.