¿Por qué cree en Dios la burguesía?

Paul Lafargue

“Era de esperar que el extraordinario desenvolvimiento y vulgarización de los conocimientos científicos y la demostración del encadenamiento necesario de los fenómenos naturales, hubieran establecido la idea de que el universo, regido por una ley precisa, estaba fuera del alcance de los caprichos de una voluntad humana o sobrehumana y que, en consecuencia, Dios era inútil, puesto que quedaba despojado de las múltiples funciones que la ignorancia del salvaje le había encargado de llenar. No obstante, fuerza es reconocer que la creencia en un Dios que puede alterar el orden preciso de las cosas subsiste aún entre los hombres de ciencia, contándose entre los burgueses instruidos quienes le piden, como los salvajes, lluvias, victorias o la curación de enfermedades.

Aunque los sabios hubiesen llegado a crear entre los burgueses la convicción de que los fenómenos del mundo natural obedecen a una legalidad precisa, de suerte que determinados por los que les preceden, determinan los que les siguen, quedaría aún por demostrar que los fenómenos del mundo social son también sometidos a dicha legalidad. Pero los economistas, los filósofos, los moralistas, los historiadores, los sociólogos y los políticos que estudian las sociedades humanas y que tienen hasta la pretensión de dirigirlas, no han llegado ni podían llegar a imponer la convicción de que los fenómenos sociales dependen de una cierta legalidad, como los fenómenos naturales.

Porque no han podido establecer esta convicción, la creencia en Dios constituye una necesidad para los cerebros burgueses, aun para los más cultivados. El determinismo filosófico sólo reina en las ciencias naturales, porque la burguesía ha permitido a sus sabios estudiar libremente el juego de las fuerzas de la naturaleza, que tiene todo el interés en conocer, pues las utiliza para la producción de sus riquezas; pero debido a la situación que ocupa en la sociedad, no podía conceder la misma libertad a sus economistas, filósofos, moralistas, historiadores, sociólogos y políticos, por lo cual éstos no han podido aplicar el determinismo filosófico a las ciencias del mundo social. Por igual razón había impedido en otro tiempo la iglesia católica el libre estudio de la naturaleza, y ha sido preciso destruir su dominación social para crear las ciencias naturales.

El problema de la creencia en Dios de la burguesía sólo puede ser abordado teniendo una exacta noción del papel que desempeña en la sociedad. El papel social de la burguesía moderna no es el de producir las riquezas, sino el de hacerlas producir por los trabajadores asalariados, de acapararlas y de distribuirlas entre los miembros de su clase, después de haber entregado a sus productores manuales e intelectuales lo precisamente indispensable para vivir y para reproducirse. Las riquezas arrebatadas a los trabajadores constituyen el botín de la clase burguesa. Los guerreros bárbaros, después del saqueo de una ciudad, ponían en común los productos del pillaje, los dividían en partes tan iguales como era posible y los distribuían por medio de suertes entre los que habían arriesgado su vida para conquistarlos.

La organización de la sociedad permite a la burguesía apoderarse de las riquezas sin que ninguno de sus miembros se vea obligado a arriesgar su vida: la toma de posesión de este colosal botín, sin experimentar peligros, constituye uno de los más grandes progresos de la civilización. Las riquezas arrebatadas a los productores no son divididas en partes iguales, para ser distribuidas por medio de suertes, sino repartidas por medio de alquileres, rentas, dividendos, intereses y beneficios industriales y comerciales, proporcionalmente al valor de la propiedad mueble o inmueble, o sea con arreglo a la importancia del capital que cada burgués posee.

La posesión de una propiedad, de un capital, y no de cualidades físicas, intelectuales o morales, es la condición sine qua non para recibir una parte en la distribución de las riquezas: un muerto las posee, mientras que un vivo carece de ellas en tanto no tenga el título que le acredite como poseedor. La distribución no se realiza entre hombres sino entre propietarios. El hombre es un cero; sólo se tiene en cuenta la propiedad.
Ha querido asimilarse equivocadamente la lucha darwiniana que sostienen los anímales entre sí para procurarse los medios de subsistencia y de reproducción, con la que se ha desencadenado entre los burgueses para el reparto de riquezas. Las cualidades de fuerza, valor, agilidad, paciencia, ingenio, etc., que aseguran la victoria al animal, son parte integrante de su organismo, mientras que la propiedad, que proporciona al burgués una parte de las riquezas que no ha producido, no está incorporada al individuo.
Esta propiedad puede aumentar o disminuir y proporcionarle, por lo tanto, una parte mayor o menor de riqueza, sin que tal aumento o disminución sean motivados por el ejercicio de sus cualidades físicas o intelectuales. Todo lo más, podría decirse que la bellaquería, la intriga y el chalaneo, en una palabra, que las cualidades mentales más inferiores, permiten al burgués apoderarse de una parte mayor que aquella que le autoriza a percibir su capital: en este caso estafa a sus colegas burgueses. Si la lucha por la vida puede ser, pues, en muchas circunstancias una causa de progreso para los anímales, la lucha para las riquezas es una causa de degeneración para los burgueses.
La misión social de apoderarse de las riquezas producidas por los asalariados hace de la burguesía una clase parásita: sus miembros no concurren a la creación de las riquezas, a excepción de algunos, cuyo número disminuye incesantemente. Aun en estos casos, el trabajo que proporcionan no corresponde a la parte de riqueza de que se benefician.
(…)

Pero la burguesía no puede reconocer su carácter parásito, sin firmar al propio tiempo su decreto de muerte. Por eso mientras da rienda suelta a sus hombres de ciencia para que, sin ser molestados por ningún dogma, ni detenidos por ninguna consideración se dediquen al estudio más libre y más profundo posible de las fuerzas de la naturaleza, que aplica a la producción de las riquezas, impide a sus economistas, filósofos, moralistas, historiadores, sociólogos y políticos el estudio imparcial del problema social y los condena a buscar razones que puedan servir de justificación a su fenomenal fortuna. Preocupados los sabios por la única fuente de las remuneraciones recibidas o a recibir, se han dedicado a investigar con gran empeño si por un afortunado azar las riquezas sociales tendrían otro origen además del trabajo asalariado, y han descubierto que el trabajo, la economía, el orden, la honradez, el saber, la inteligencia y muchas otras virtudes de los burgueses industriales, comerciantes o propietarios de tierras, banqueros, accionistas y rentistas concurrían a su producción de una manera tan eficaz como el trabajo de los asalariados manuales e intelectuales, y que por ello tenían el derecho a quedarse con la parte del león, no dejando a los otros más que la parte de la bestia de carga.

El burgués les oye sonriendo, porque hacen su elogio, y luego repite estos imprudentes asertos y los declara verdades eternas. Pero por muy pequeña que sea su inteligencia no puede admitirlos en su fuero interno, pues sólo ha de mirar en torno suyo para darse cuenta de que aquellos que trabajan durante toda su vida, si no poseen capital, son más pobres que Job (…) Un desconocimiento del orden social se levanta ante el burgués.
Para tranquilidad de su orden social, el capitalista tiene interés en que los asalariados crean que las riquezas son el fruto de sus innumerables virtudes; pero en realidad está tan convencido de que constituyen una recompensa de sus cualidades, como de que las trufas, que come tan vorazmente como el puerco, son setas cultivables. Una sola cosa le importa: es poseer dichas riquezas, y lo que le inquieta es suponer que un día pueda perderlas sin que la culpa sea suya. No puede evitarse esta desagradable perspectiva, pues aun en el estrecho círculo de sus amistades ha visto a individuos perder sus bienes, mientras otros que han vivido en la estrechez se vuelven ricos.
Las causas de estos reveses y de estas fortunas escapan a su inteligencia, lo mismo que a la de aquellos que las han experimentado. En una palabra, observa un continuo cambio de riquezas, que son para él del dominio de lo desconocido, viéndose inducido a atribuir estos cambios de fortuna a la suerte, al azar.

No es posible esperar que el burgués llegue jamás a tener una noción positiva de la distribución de las riquezas, porque a medida que la producción mecánica se despersonaliza, reviste la forma colectiva e impersonal de las sociedades por acciones, cuyos títulos acaban por ser arrastrados al torbellino de la Bolsa. Allí pasan de mano en mano, sin que vendedores ni compradores hayan visto la propiedad que representan ni sepan exactamente el lugar geográfico en que se halla situada. Allí son cambiados, perdidos por unos y ganados por otros de manera tan parecida al juego, que las operaciones de Bolsa llevan este nombre. Todo el desenvolvimiento económico moderno tiende cada día más a transformar la sociedad capitalista en un vasto establecimiento de juego, donde los burgueses ganan y pierden capitales por efecto de acontecimientos que ignoran, que escapan a toda previsión y a todo cálculo, y que parecen depender exclusivamente del azar. En la sociedad burguesa reina lo imprevisto, lo mismo que en una casa de juego.

(…)

El burgués vive en completo desconocimiento del orden social, como el salvaje desconoce cuanto afecta al orden natural. Todos los actos de la vida civilizada, o casi todos, tienden a desarrollar en el hombre el hábito supersticioso y místico propio del jugador de profesión. El crédito, por ejemplo, sin el cual no es posible el comercio ni la industria, es un acto de fe al azar, a lo desconocido que hace quien lo presta, pues no tiene ninguna garantía positiva de que al vencimiento podrá cumplir sus compromisos, por cuanto la solvencia depende de mil y un accidentes tan imprevistos como desconocidos.

Otros fenómenos económicos diarios insinúan en el espíritu burgués la creencia en una fuerza mística, sin base material, desprendida de toda sustancia. El billete de banco, por no citar más que un ejemplo, incorpora una fuerza social que mantiene una relación tan limitada con la materia, que prepara la inteligencia burguesa a aceptar la idea de una fuerza que existiera independientemente de la materia. Ese miserable pedazo de papel, que nadie se dignaría recoger sí careciera de su poder mágico, proporciona a quien lo posee cuanto hay de más material y deseable en el mundo civilizado: pan, carnes, vino, casas, tierras, caballos, mujeres, salud, consideración y honores, etcétera, etc.; los placeres de los sentidos y las satisfacciones del espíritu; Dios no haría más. La vida burguesa es un tejido de misticismo.

La crisis del comercio y de la industria representan ante el amedrentado burgués enormes fuerzas, de irresistible poder, que siembran desastres tan espantosos como la cólera del Dios cristiano. Cuando estas fuerzas se desencadenan en el mundo civilizado arruinan a los burgueses por millares y destruyen los productos y los medios de producción por valor de centenares de millones. Los economistas registran desde hace un siglo su repetición periódica, sin poder emitir una hipótesis respecto a las causas que originan estas catástrofes. La imposibilidad de descubrir estas causas en la tierra, ha sugerido a algunos economistas ingleses la idea de buscarlas en el Sol, cuyas manchas, dicen, destruyendo por medio de la sequía las cosechas de la India, disminuyen sus medio de compra de las mercancías europeas y determinan las crisis. Estos sesudos sabios nos trasladan científicamente a la astrología de la Edad Media, que subordinaba a la conjunción de los astros los acontecimientos de las sociedades humanas y a la creencia de los salvajes en la acción de las estrellas errantes, de los cometas y de los eclipses de luna sobre sus destinos.

El mundo económico proporciona al burgués insondables misterios, que los economistas se resignan a no profundizar. El capitalista, que gracias a sus sabios ha llegado a dominar las fuerzas naturales, queda tan pasmado ante los incomprensibles efectos de las fuerzas económicas, que las considera invencibles, como lo es Dios, y deduce que lo más prudente es soportar con resignación las desgracias que producen y aceptar con reconocimiento las ventajas que ocasionan.”


Publicado en El Aromo Nueva Época N° 4 – Agosto 2022

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