Fabián Harari*
El nombre remite nada menos que a un preludio, a eso que retrospectivamente puede ser entendido como origen, pero que, en rigor, es simplemente una instancia primitiva (entendida así incluso por quienes fueron sus promotores).
Provincias Unidas fue la denominación que adquirió este espacio antes de llamarse Argentina, y su nombre tenía la ventaja de no encerrar ningún contenido específico (no comienza con “República”, ni con “Reino”), ni reclamar “identidad histórica”, ni –mucho menos– “delimitación geográfica”. Lo cierto es que ese liberalismo atomista no podía dar lugar a un régimen político sólido ni, mucho menos, a una nación.
A ese espíritu inicial parece querer aludir la alianza de cinco gobernadores (liderada por uno que no lo es, pero que lo mismo gobierna), quienes conformaron una corriente que pretende delimitarse del Gobierno, de la estrategia de Mauricio Macri y, obviamente, de Cristina.
Se van a presentar en las cinco provincias iniciales (Córdoba, Santa Fe, Chubut, Santa Cruz y Jujuy) y en cinco más: San Juan, San Luis, Mendoza, Buenos Aires y CABA. Se trata de los elementos que han quedado sueltos tras el estallido de Cambiemos, sumados al armado de Schiaretti: Ignacio Torres viene del PRO, Pullaro y Sadir de la UCR, Llaryora del ”cordobesismo” y Claudio Vidal es un independiente. A esos hay que sumar figuras como Randazzo, Monzó, Stolbizer y Lousteau.
Dos palabras se escuchan en sus definiciones: ”federalismo” e “institucionalidad” (hay una tercera: “producción”). La primera remite a una cuestión estructural de la Argentina. La segunda, a la dinámica de la política reciente. Una opera con (y contra) la otra.
¿Qué se esconde detrás del grito federal? La gran incógnita, a la hora de organizar el Estado nacional, giraba en torno a cómo incorporar e integrar un territorio poblado de numerosos protoestados, cuyas jurisdicciones carecen de base productiva suficiente para financiarse, sin alterar esas economías ni disolver esas administraciones. La solución fue trasladar los recursos de la región pampeana para pagar sueldos de las autoridades y construir edificios administrativos. Como garantía, las provincias “chicas” exigieron, entre otras cosas, el control del Poder Legislativo por la vía de su sobrerrepresentación en el Senado.
Eso genera dos tipos de provincias: las que reciben más de lo que producen y tributan, y las que tributan y producen más de lo que reciben. Las primeras son las típicas provincias llamadas “feudos”: Formosa, Chaco, San Luis. La dinámica que se establece con ellas ya la conocemos: el Ejecutivo Nacional gira fondos a gobernadores que, a cambio, dan órdenes a sus senadores y diputados. Pero están, también, las “segundas”, como Córdoba y, en menor medida, Santa Fe, que en general, tienen la tendencia a ser díscolas (Buenos Aires y CABA también, pero su problema es otro), porque aportan más de lo que reciben.
En las últimas décadas, y con el desarrollo petrolero y, ahora, minero, a ese grupo se agregan las provincias patagónicas: Santa Cruz y Chubut están entre las cinco provincias cuyo presupuesto depende menos de las transferencias nacionales.
Junto con esta tendencia a repartir fondos a cambio de favores legislativos, encontramos otra en sentido contrario: un sistema presidencialista que debe retener recursos para mantener su poder y cuya cabeza es elegida por elección directa, con votos que se encuentran en el 0,04% del territorio. En ese pequeño espacio se concentra, además, la principal amenaza al orden social y a la gobernabilidad. Por lo tanto, la dinámica política y los recursos fiscales oscilan entre estas dos fuerzas.
Lo cierto es que “federalismo” quiere decir cosas muy diferentes en boca de cada gobierno provincial. En todos, es el pedido de fondos, pero en un caso es para que no se lleven y, en otro, para que subsidien. Como sea, no es extraño que una provincia como Córdoba lidere los reclamos. Tampoco es extraño el reciente descontento larvado, ya que las transferencias a las provincias cayeron sustantivamente desde que asumió Milei. Con un agravante: la ausencia de obras públicas, sobre todo en transporte, amenaza a las economías que exportan. De ahí el pedido de “producción” de las involucradas.
Hasta aquí, el frente no muestra nada diferente de lo que hemos visto: un conjunto de gobernadores que se juntan para pedir más fondos y obras, amenazando con rechazos legislativos. Una mutual que puede dividirse y empequeñecer –en cuanto el Poder Ejecutivo comience a prometer “acuerdos” bilaterales– y/o llenarse con nuevos descontentos. Es decir, tal como las Provincias Unidas, eso no conforma un cuadro orgánico.
No obstante, esta coalición se inserta en una encrucijada particular: la crisis de la dinámica política inaugurada en 2003. Desde esa fecha, y hasta ahora, la política se dirimía en una polarización entre dos grandes partidos nacionales, con aparatos territoriales y clientelares (el kirchnerismo y el PRO). La gran discusión giraba en torno a la envergadura que debía tener la estructura de amortiguación del conflicto social. En ese marco, no hay espacio para el Partido Federal que sueña Schiaretti.
No obstante, desde 2023, asistimos a una crisis del sistema político de gran magnitud, solo comparable a la de 2001. No se trata solo de la explosión de esos dos grandes partidos, sino de un posible cambio en la dinámica de construcción de poder. En primer lugar, porque asistimos a un amplio consenso liberal. Nadie discute la necesidad de lo que denominamos “ajuste”, que es la pauperización y degradación de la vida social, como consecuencia de un país que ha decidido vivir solo del agro y la minería. Las grandes discusiones parecen haberse cancelado. En segundo, la persistente y extendida abstención electoral amenaza volver obsoletos los aparatos territoriales, los grandes partidos nacionales, el clientelismo y los punteros. Siendo que la mitad menos pudiente no vota, no hace falta convencerla ideológica ni económicamente. Tampoco será necesario que el Presidente surja de ese conglomerado electoral, del que han surgido seis de los últimos siete.
En cambio, proliferarán coaliciones laxas con acuerdos sustanciales y discusiones nimias. Eso que llaman “institucionalidad”. En ese contexto (lamentable, por cierto), una crisis en el horizonte podría dar una oportunidad al armado que examinamos. Por ahora, son solo un frente electoral.
*Nota publicada en Perfil, 06/09/2025.