Por Eduardo Sartelli*
Desde estas páginas venimos insistiendo en el carácter absolutamente destructivo del gobierno de Javier Milei. Se trata de uno más de los tantos momentos que ya hemos vivido en que el gobierno de turno cree que va a “destruir” la inflación reprimiéndola. Una economía es lo que es y su moneda no puede ser ni mejor ni peor. Cuando una moneda se deprecia sistemáticamente, frente a otras (devaluación) y/o en relación a sí misma (inflación), cuando lo hace a lo largo de mucho tiempo y a través de decenas de gobiernos de distinto signo, cuando ese proceso se produce cualquiera sea la coyuntura mundial en la que se encuentre, incluso cuando se hubieron ya ensayado todas las herramientas usuales de la política económica estándar, algo está mal en el corazón de esa economía. En ese caso, cualquier modificación en elementos periféricos (la fiscalidad, el tipo de cambio, reformas de mercados específicos, como el laboral, etc.) no hace más que arañar la superficie del problema. Dicho de otra manera, la política económica es parte del problema y no de la solución, porque no ataca el núcleo del asunto: la productividad del trabajo, que tiene que ver con inversiones, escalas, mercados y eficiencia.
s bueno, entonces, volver a la diferencia entre “destruir” y “reprimir” la inflación. Cuando no se ataca el problema de fondo, la aparente calma es el resultado de la represión de la inflación. ¿Qué sería “destruir” la inflación? Eliminar la causa profunda: como el país se atrasa relativamente frente al crecimiento de la productividad del mercado mundial, todo lo que importa es cada vez más caro en relación al trabajo local. Cada vez hay que entregar más trabajo local para obtener menos trabajo extranjero. Esa diferencia se cuela en el interior de la economía bajo la forma de importaciones más caras. Cuando se devalúa la moneda, se está reconociendo este hecho: el peso “vale” menos porque el trabajo local vale menos. ¿Se podría evitar la devaluación y de esa manera, el reconocimiento de que somos más pobres, relativamente? Sí. La forma “sana” sería elevar la productividad del trabajo local para que, con menos trabajo propio se obtenga más trabajo extranjero. Pero eso supone una serie de transformaciones que, objeto de otro artículo, ninguno de los planes de ajuste vistos hasta ahora han logrado. Lo más común es que se trate de barrer la mugre bajo la alfombra, porque a ningún gobierno le gusta que sus votantes se vean forzados a reconocer que son más pobres. La devaluación tiene por consecuencia inflación, porque todo producto importado o que tenga componentes importados o que se venda en el mercado mundial, es decir, casi todo producto, recibirá el impacto de mayores costos en moneda local. Por eso, se recurre a “políticas económicas” que pretenden “proteger” el “ingreso de los argentinos”.
Esas políticas intentan contener el alza del dólar mediante una oferta extraordinaria. Es decir, fuera de lo común, de la oferta que viene directamente como resultado de la balanza comercial o de inversiones en economía real. Uno es el famoso “carry trade”, la vieja “bicicleta financiera”. Se elevan las tasas de interés locales de modo que, con un dólar fijo (Convertibilidad) o subiendo por debajo de la tasa (tablitas de Martínez de Hoz y Milei), ofrezca una ganancia extraordinaria. También como Martínez de Hoz, Cavallo, Macri y Milei, desprendiéndose de bienes del Estado con los cuales “hacer caja”. Siempre está presente, por supuesto, el endeudamiento a gran escala. Otras triquiñuelas, menores, pueden ayudar a cubrir el corto plazo: estimular una liquidación anticipada de la cosecha, como Massa y Caputo con sus diferentes “dólar soja”; vender dólares a futuro: el gobierno vende lo que no tiene hoy, a un precio menor, para bajar las “expectativas”: si yo sé que en varios meses voy a tener verdes a 1.450, no voy a comprar hoy a 1.500, menos si me ofrecen garantías de todo tipo, como hicieron Kicillof y Massa o hace hoy Caputo. Se puede, por supuesto, brindar un “blanqueo” impositivo para movilizar el “colchón”, resignando impuestos a cambio de una oferta súbita de moneda norteamericana: siete desde Alfonsín a la fecha.
Algunos gobiernos utilizaron todos estos instrumentos, otros algunos, pero todos terminaron conteniendo las presiones inflacionarias que vienen del mercado mundial como consecuencia de la baja productividad local mediante estos mecanismos. Que se repitan sistemáticamente a lo largo del tiempo demuestra que no son prerrogativa de ninguna orientación política particular y que no dan el resultado esperado. Los que se atribuyen autoridad frente al resto por haber tenido más éxito aparente (como Cavallo o Néstor) simplemente cortan la película donde les conviene. Al final, está siempre el derrumbe, la devaluación y la hiperinflación. Milei no ha innovado en nada en relación a esta historia. Tal vez, lo peculiar, es la extrema condensación de medidas en el breve lapso que lleva gobernando, aunque hay otra particularidad que resulta original no por novedosa sino por la intensidad con la que la impulsa.
Casi todos los gobiernos argentinos han tenido que establecer alguna relación de dependencia con EE.UU., ya sea abierta (como Martínez de Hoz, Menem, De la Rúa, Macri o Milei) o encubierta detrás de retórica nacionalista (Alfonsín, Néstor y Cristina). Obviamente, los primeros obtuvieron mucho más que los segundos, sobre todo porque la genuflexión rinde más que los arrebatos anti-imperialistas. Pero, ni Alfonsín hubiera podido poner en marcha el Plan Austral ni Néstor reestructurar la deuda sin la aquiescencia del Departamento de Estado. Ninguno de todos los mencionados, salvo el que hoy gobierna, dependió tanto del gobierno yanqui. Hoy por hoy, es difícil encontrar un sector social, sobre todo dentro del empresariado, que esté conforme con la política económica de Milei. La desesperación con la que el fracasado aspirante a rockstar que nos gobierna mira hacia el 26 de octubre, es síntoma de que, incluso fuera de la élite, el apoyo que hasta ahora le resultó crucial tal vez ya no está allí. Hasta Georgieva y Bessent condicionan su “ayuda” al resultado de las elecciones. Hoy por hoy, el único soporte seguro del gobierno tiene nombre y apellido: Donald Trump. El problema es que la Argentina y EE.UU. no encajan. Por eso, este “acuerdo” se limitará, como ya nos tiene acostumbrados el ministro, a sacar un nuevo conejo de la galera, práctica que el propio Cavallo llama a abandonar. En el camino, como el problema sigue allí, tarde o temprano vendrá una nueva crisis a cuyas consecuencias económicas y sociales se sumarán, seguro, elementos del orden de lo sicológico cultural: la humillación nacional nunca llegó a tanto. Resultará lógica, entonces, la revuelta de los humillados y ofendidos, cargada de nacionalismo anti-yanqui. Se verá, entonces, si la Argentina puede progresar más allá de esa otra forma de fracasar.
*Nota publicada en Deuda Prometida, 11/10/2025