Romina De Luca
Vía Socialista
“Innovaciones en la organización institucional, curricular y del trabajo docente”, “desarrollar contenidos transversales”, “temas emergentes y relevantes”, “revisión de la organización curricular”, rezan los Lineamientos Estratégicos para la Argentina por una Educación Justa, Democrática y de Calidad (2022-2027) sancionados por el Consejo Federal de Educación hace un mes. Antes, la Ley de Educación Nacional, de 2006, proponía “estimular procesos de innovación y experimentación educativa”, “realizar adecuaciones curriculares”. Por su parte, la Ley Federal, allá lejos en los noventa, impulsaba “saberes agrupados”. Contenidos básicos comunes ayer, núcleos de aprendizajes prioritarios, hoy, son expresiones para un cambio que se cuece hace décadas: la degradación del currículum escolar. Ese proceso fue justificado de diversas maneras e hizo que la organización de los contenidos que se enseñan en las aulas asumiera distintas formas. En particular, la creación de “áreas” de contenidos es la forma que asume el vaciamiento del currículum y la primarización de la escuela secundaria.
¿Pero por qué ocurre eso si todo el tiempo nos hablan de mejorar la calidad educativa? El origen de ese proceso se ubica fuera de la escuela: es la degradación de la sociedad y la descalificación del proceso de trabajo y, junto a ella de las pericias necesarias que la escuela deberá impartir a los futuros “obreritos”. Buena parte de ellos, con sus destinos atados a los de una burguesía planera e ineficiente, vivirán desocupados o, si tienen suerte, subocupados. Limitar el currículum es una estrategia para abaratar la escuela que queda reducida apenas a la contención social. No extraña que esas reformas fueran de la mano de la “promoción automática” en una lógica que priorizó la permanencia en una escuela que pierde sustancia. Muchas reformas desde los años sesenta para acá adaptaron a la escuela a esa realidad. Veamos algunos ejemplos.
Flexible y por áreas
Competencias, habilidades, aprendizaje interdisciplinar y globalizado, competencias ciudadanas son algunas de las expresiones que aparecen como el último grito de la moda en materia educativa. Con ellas un diagnóstico para la escuela secundaria en particular: su formato obsoleto y rígido.
Si rastreáramos ese diagnóstico encontraríamos distintos momentos donde esa idea aparece con mucha fuerza. A lo largo de los años sesenta, a nivel internacional pero también local, se empieza a proyectar una reforma para el sistema educativo cuyas características serán muy similares a las que más tarde ensayará la Ley Federal de Menem. Se entendía que la escuela secundaria tenía una formación enciclopedista, rígida y disciplinar que no facilitaba el pasaje de las niñas y niños de la escuela primaria a la secundaria. Ya en la Conferencia sobre Educación y Desarrollo Económico Social en América Latina que se realiza en Chile en 1962 se desarrolla esta idea. El Consejo Nacional de Desarrollo, en particular a cargo de Norberto Fernández Lamarra, ya en 1964, publicó un trabajo titulado “Consideraciones sobre el currículo y su organización”. Allí entendía que la organización de la escuela por materias disciplinares tendía a la fractura del conocimiento. Sostuvo que, en el resto del mundo se había avanzado primero en la correlación de distintas asignaturas para luego fusionar o concentrar materias afines. Había que concentrarse en un currículum mínimo, flexible y que estuviera anclado a las necesidades de las regiones y/o provincias. Por eso, al mismo tiempo que se fueron transfiriendo escuelas nacionales a las provincias, se proyectó que la misma lógica debía alcanzar aquello que se enseñaba en la escuela. Onganía llevó a la práctica este proceso entre 1968 y 1970, reforma que quedó trunca por la oposición docente.
Lo cierto es que el problema que estaba detrás de esa propuesta era el desgranamiento de la escuela secundaria. En términos sencillos: por qué no todos los que empezaban la escuela terminaban. Se entendía que más que una formación general, la escuela tenía que brindar habilidades y orientaciones vocacionales además junto a conocimientos prácticos.
Si bien la consolidación de ese proceso de cambio llegaría en los noventa, el debate sobre cómo reestructurar el currículum de la escuela argentina continuaría en los setenta y en los ochenta. Las áreas, la regionalización de los contenidos y la flexibilidad se fueron imponiendo como propuesta. Resulta curioso que fuera durante la última dictadura militar cuando se señaló que si bien la estructura por áreas resultaba más dinámica podía ocurrir que produjera un vaciamiento de los contenidos. Tan “curioso” como que la “reintroducción” de lo disciplinar operada por la Ley de Educación Nacional tampoco pudo resolver el problema del desgranamiento de la escuela: hoy de cada diez que inician la escuela secundaria obligatoria, cuatro se quedan en el camino. Tal vez, como reconoció Alberto Moncada, en el marco de la Organización de Estados Americanos, ya en 1982, el problema esté en otro lado. En aquella oportunidad, Moncada sostuvo que el fenómeno de la extensión de la obligatoriedad debía ser interpretado como una alternativa a la vida activa “propiciada sobre todo por la incapacidad histórica de los países latinoamericanos para proporcionar suficiente empleo a su población”. Ahí estaba la crisis de la enseñanza media: en una sociedad sin horizonte que convertía a la escuela en un “aparcadero de jóvenes”.
¿Cómo construir una educación científica y útil para lo que necesitamos?
A propósito de la crisis educativa que profundizó la pandemia, se vuelve la carga sobre el formato escolar y la organización del currículum. Las provincias empiezan a encarar ese proceso con la reforma de sus regímenes académicos. La Ciudad de Buenos Aires acaba de plantear una vuelta de facto a las “áreas” de conocimiento en clave de interdisciplinariedad o contenidos interareales. La provincia de Buenos Aires hizo lo propio con el trabajo por proyectos. Suponen que esa nueva organización resolverá el problema donde casi cuatro de cada diez estudiantes no tienen pericias lectoras elementales y siete de cada diez no pueden realizar abstracciones sencillas o resolver problemas matemáticos al terminar la escuela secundaria.
Si evaluáramos esta estrategia en términos metodológicos veríamos que colocan el carro delante del caballo. La interdisciplina en efecto existe y buena parte de los equipos científicos hoy tienen profesionales de distintos campos disciplinares que abordan problemas práctico-complejos. Implica un grado de integración teórica, metodológica y un trabajo en común entre especialistas. Esto que opera en el más alto nivel de conocimiento es irreplicable hoy en la escuela. Sencillamente porque la inclusión de una formación interdisciplinaria como propuesta de enseñanza solo puede ser el momento final de un programa de estudios, cuando ya se conocen de manera consistente las estructuras sustanciales y sintácticas de las diferentes disciplinas que pueden relacionarse. Y hoy nuestras chicas y chicos apenas pueden leer. Por eso las áreas son vías para un mayor vaciamiento curricular.
Se contraargumentará que las áreas estructuran el conocimiento de la formación inicial y primaria. Es cierto, pero es una dimensión que adecúa los contenidos curriculares a las posibilidades cognitivas de las y los estudiantes y a su posibilidad de forjarse de “proto-conceptos” que les permitan luego elaborar desarrollos conceptuales propios los diferentes campos disciplinarios. Es decir, avanzar en complejidad.
Cuando la escuela secundaria replica hoy esa estructura, en realidad, lo que hace es renunciar a la mayor complejidad y se reprimariza. Sin complejidad, sin enseñanza sólida de disciplinas científicas, difícilmente pueda avanzarse hacia ese nivel de abstracción que implica lo interdisciplinar. Peor cuando se le pide a la docencia esa integración y se carece por completo de los recursos humanos y materiales necesarios para lograrlo. La interdisciplina es el resultado de un largo trabajo en común entre especialistas, y no un logro a priori por sumatoria simple de las partes. En la escuela actual, la interdisciplina es otra vía más para el vaciamiento.
Necesitamos cambios. Pero no avanzaremos si introducimos cambios formales para encubrir la crisis de la escuela. Métodos y contenidos no pueden ir por carriles separados. Necesitamos una escuela para una sociedad avanzada. Por eso, la escuela tiene que ser más densa en contenidos y no menos tal como proponen las reformas actuales. Una escuela científica tiene que abundar en conocimiento científico siendo su punto de partida lo disciplinar, el método científico, la investigación, el esfuerzo que no va en detrimento del trabajo en equipo y de la creación de capacidades para el trabajo autónomo de las y los estudiantes. Una escuela al servicio del desarrollo de toda la sociedad y en beneficio de toda la sociedad también debe integrar en su currícula las necesidades de la vida práctica. Cuando en los sesenta, distintas oficinas llamaban a revisar las modalidades, vincular la escuela al desarrollo agrotecnológico del país, entre otros, tenían un punto de partida correcto. El problema es la clase social que ellos pretendían beneficiar.
Pensar esa escuela implica revisar la formación docente, la jornada de trabajo y la formación continua. Una escuela científica está en las antípodas de las propuestas areales actuales que lo único que hacen es devaluar el contenido de las materias científicas. Necesitamos más, no menos, si no queremos seguir gestionando el embrutecimiento de nuestras generaciones.
Publicado en El Aromo Nueva Época N° 2 – Junio 2022