Un análisis profundo de lo que hay detrás del ascenso de las derechas duras en todo el mundo, como las que se reunieron en Madrid para aplaudir al presidente argentino.
Fabián Harari*
Ya lo sabemos. Nos lo anticipó y no deja de exhibirlo: Milei tiene amigos por el mundo. Va seguido a visitarlos y, de paso, se mete a los gritos en sus campañas electorales. Tiene con ellos un espíritu particular: el de pertenecer a una “internacional”, a la que suscriben en forma explícita VOX, Bolsonaro y Trump. Pero podríamos agregar, sin dudas, a Georgia Meloni, Marine Le Pen, Narendra Modi, Boris Johnson, José Antonio Kast y Nayib Bukele.
Advenedizos de la política, con gestos poco diplomáticos, afectos al escándalo y esgrimiendo sin ningún prurito posiciones muy retrógradas sobre aspectos de la vida y la historia reciente, consiguen rápidamente posiciones en lo más alto de la pirámide. Estos aspectos, si bien muy visibles y originales, no alcanzan sin embargo, para definir una corriente política. ¿Cómo podemos, entonces, definir a esta gente (si es que hay algo que los define a todos)?
Etiquetas. Empecemos descartando las respuestas inadecuadas. No se trata de “fascismos”. El fascismo es un fenómeno histórico muy preciso y no puede usarse para cualquier cosa. Un racista es un racista, un machista es un machista y un autoritario es un autoritario. El fascismo es una determinada formación política y militar paraestatal que procura instalar una guerra civil contra las fuerzas revolucionarias, con el objetivo de reconstruir un Estado quebrado (por fuera de él) y estatizar todas las fuerzas sociales. Es un régimen muy excepcional y requiere una amenaza revolucionaria inminente, como en Italia, Alemania y España en el período de entreguerras. Aquí no hay nada de eso.
Tampoco es de mucha utilidad el término “populistas”. Más allá de la esotérica propuesta de Laclau, los personajes no apelan al “pueblo” como unidad, ni son todos proteccionistas.
Tampoco podemos decir que son neoliberales en términos económicos. Milei, Bolsonaro y VOX, sí (al menos, de palabra), pero Meloni, Trump, Le Pen y Johnson, no. Johnson y Meloni fueron muy críticos de la Unión Europea, a tal punto que el primero impulsó el Brexit. Le Pen hace campaña con el “proteccionismo inteligente” y Trump impulsó una guerra comercial contra China y a la UE.
Crisis. Lo que caracteriza a esa corriente política es un mismo tipo de irrupción ante una compleja crisis y una misma propuesta general. Vamos por partes.
Son un producto de la misma crisis (“un” producto y no “el” producto, porque hay otros). Una crisis muy profunda que contiene varias capas. La más profunda es la crisis del modelo de sociedad de posguerra: bienestar y trabajo para todos, aunque sin eliminar las desigualdades. Es un proceso que comienza a mediados de los 70, pero que sus efectos se van agravando y los síntomas son cada vez menos tolerables: pauperización económica general, desaparición de la “clase media”, degradación de las profesiones, pérdida de horizonte vital y de lazos comunitarios. Toda una vida social que ya no existe más. Nadie sabe en qué y dónde va a trabajar mañana (si es que va a trabajar). El estudio y la profesión no lo sacan a uno de la miseria. El futuro acecha como una amenaza. El barrio es un lugar peligroso y la vida se puede perder en cualquier esquina por portar un par de zapatillas gastadas. Eso genera no solo angustia, sino resentimiento. Y mucho.
Democracia, partidos y progresismos. A esto se agrega una segunda capa: la crisis de la democracia. La democracia es un régimen que reivindica la representación de los intereses de las mayorías. Pero eso debe traducirse en un diseño institucional concreto, y el diseño que tenemos se empecina en no poder responder una pregunta sencilla: si la democracia es el gobierno del pueblo, ¿por qué el pueblo la pasa tan mal?
Hasta acá, se trata de procesos en las profundidades. Normalmente, la gente no se enoja con el “capitalismo” o con “la democracia” en general. Hay otra capa más, ya en la superficie: la crisis de los partidos. La de los tradicionales, primero. Pero también la de los nuevos “progresismos”.
Ese es el último eslabón y el más visible. El fracaso de lo “políticamente correcto”: el asistencialismo, las políticas de la “identidad” (“yo soy lo que yo digo que soy y punto”), las ayudas particulares y la reivindicación de las minorías (indígenas, campesinos, grupos étnicos, diversidades sexuales). La dictadura de la “inclusión”, que supone que la sociedad funciona muy bien y es cuestión de “incluir” a los pocos que quedaron “afuera”. El resultado fue el aumento de la pobreza, la bancarrota económica general y los escándalos de corrupción. Y, obvio, más indignación. Los líderes de esta nueva internacional hicieron campaña despotricando contra los partidos tradicionales: “casta”, “pantano” son frases que utilizaban para designarlos.
Sobre esas diferentes crisis superpuestas se proyectan dirigentes como Milei, Bolsonaro y el resto de los nombrados. Son un mismo producto porque surgen por fuera del aparato político previo y porque tienen una novedosa propuesta.
Primero, el igualitarismo bestial. Si no puede haber derechos para todos, que no haya para nadie. Eso implica no solo terminar con las políticas de asistencia focalizadas, sino con todas las organizaciones intermedias de la población, en especial, las de la menos favorecida: sindicatos, organizaciones barriales, centros de estudiantes y autonomía universitaria, entre otras. Un conservadurismo muy fuerte y muy marcado, incluso en el terreno social (contra el derecho al aborto y al divorcio).
El segundo es un ajuste económico, aún más drástico, sobre la población. Cuando dicen que combaten al “comunismo”, se refieren a esas dos propuestas. Algo similar a lo que fue el Terror Blanco. Un intento de lograr el “orden” por la vía de desmontar las organizaciones de los subalternos.
El tercero, la tendencia a abordar la crisis política con una salida autoritaria, porque la descomposición social no puede dejar de manifestarse en la desorganización política y una solución extrema requiere de un control muy férreo. En definitiva, estamos ante el reverso de la Revolución Francesa: si en 1791 éramos ciudadanos iguales porque portábamos derechos, ahora lo seremos en tanto nos despojemos de ellos.
La izquierda. ¿Quién los vota? Esa mayoría empobrecida que no accede a la asistencia que se le da a la minoría, y que ve, en esos compañeros de desdicha, gente “privilegiada”. Esos pobres que no encajan en ninguna categoría “reivindicable”. Los desocupados del Rust Belt (históricamente demócratas), los trabajadores del centro y sur de Brasil, los expulsados de las grandes ciudades en Francia, los empleados “en negro” en Argentina…
Falta un ítem. El principal responsable de esta Internacional del Terror: la izquierda. La izquierda verdadera. La que todavía es víctima del síndrome de 1989. La que no ofreció ninguna alternativa a esta crisis, que se sumó a la euforia de la utopía “progresista” a cambio de entregar lo más valioso que tenía: su nombre y su trayectoria. La que abrazó a sus antiguos adversarios y dejó que se declararan “de izquierda”.
Era la gran candidata a navegar en ese torrente de descontento, indignación y exigencia de un cambio total. Se asustó y un grupo de desbocados y delirantes le ganaron el lugar. En el acto de campaña uno de ellos, entre gente que cantaba “Que se vayan todos”, al ritmo de “Se viene el estallido”, de Bersuit, podemos ver el tamaño de la oportunidad perdida.
*Publicado en Perfil, 2/6/24.